viernes, 5 de septiembre de 2008

Sólo le había confesado los sueños a su mejor amiga

Sólo le había confesado los sueños a su mejor amiga. Le contó que no podía creérselo, que llevaba varias noches seguidas soñando con él.
Su amiga había abierto mucho sus ojos negros: “¿Y qué vas a hacer con eso, si os veis todos los días?. ¿Cómo vas a poder sostenerlo cuándo preparéis un concurso juntos?”.
Ella se limitó a decir: “Voy a olvidarme de cada sueño. Ya se me pasará”.
Y en esas mañanas, que seguían a las noches de los sueños, cuando llegaba a la oficina y le veía en el despacho que ambos compartían en la agencia, no podía evitar sentirse extraña, incomoda, tensa durante escasamente unos segundos, el tiempo de cruzar la puerta, dar los buenos días, mirarle, colgar la chaqueta en la silla, posar el bolso sobre la mesa y encender el ordenador.
Después empezaban a hablar de cualquier cosa de trabajo, o de su vida y tardaban menos de un minuto en estar muertos de risa cada uno en su lado de la mesa, con la cabeza fija cada uno en su ordenador, tecleando furiosamente ella, haciendo rodar el ratón a mil por hora él.
Algunos días la tensión volvía cuando él se acercaba a mirar algo en su pantalla o pasaba la mano por encima de la mesa para alcanzar un bolígrafo del bote común y en un descuido la rozaba y el contacto de su piel le provocaba un relámpago acompañado de imágenes inconexas de lo soñado.
Pero sin duda, los momentos más difíciles era cuando él se entregaba entero en alguna de las muchas actividades laborales que compartían. Cuando demostraba todo su talento en una reunión importante, comiéndose al cliente con sus ideas claras, bien expuestas.
Cuando le mostraba alguna creatividad por primera vez y se la explicaba de forma fresca y divertida.
Cuando, tras sólo unos minutos de trabajo, conseguía que las palabras pronunciadas por ella hicieran pareja perfecta con las imágenes dibujadas por él.
En contadas ocasiones las palabras aparecían primero y las ideas gráficas después. Casi siempre era al revés, las imágenes ya estaban casi decididas y ella no daba con las frases, no tenía facilidad para inspirarse en el despacho.
Normalmente las palabras perfectas que llevaban rondándole la cabeza sin terminar de plasmarse, aparecían en medio de la noche o cuando estaba pagando en el mostrador del Zara, o viendo la tele, o comiendo con sus padres. Había anotado esas palabras en los sitios más insospechados: un calendario, un pañuelo de papel, el ticket del cajero por el reverso, una revista, una tarjeta de visita. Pero la felicidad llegaba, no al escribirlas con el bolígrafo pilot rojo con su mala letra a todo correr para que no se le olvidaran, si no exactamente en el momento en que agarraba su móvil y escribía desenfrenadamente a dos manos un sms que a veces empezaba con un intenso “Lo tengo” y a veces llevaba directamente las frases en cuestión, él ya sabía a qué se refería, estaba esperando ese mensaje sabiendo que llegaría. Quizás a las cuatro de la mañana de un domingo lluvioso, quizás un miércoles nublado a las ocho y media, pero llegaría.
Alguna vez, medio en coña, ella le había dicho: “Cuando te sales, como hoy, me vuelves loca, me pones y todo”, y él se moría de risa, como siempre, y le decía “Yo también te quiero, cariño”.
Ella tenía claro que hay un grado de complicidad al que sólo se llega con un puñado de personas a lo largo de la vida. Muy pocas y extrañamente del género masculino.
Y ellos, después de más de cinco años trabajando juntos, habían rebasado el nivel de complicidad que ella hubiese tenido nunca antes con nadie: ni con ninguno de sus hermanos, ni con sus amigas íntimas, por supuesto con nadie del trabajo. Decían, entre ellos, que sus cerebros estaban conectados por hilos invisibles. Sus compañeros no entendían esa relación tan intima y a la vez sólo profesional, o la entendían a medias. La mayor parte, pensaban mal. Y mucho menos entendían ese rollo de la conexión cerebral. Lo que si sabían era que esos dos se reían tan fuerte que el resto de sonidos de la agencia, situada en una calle céntrica de Barcelona, se apagaban al encenderse sus risas. Y que cuando presentaban una campaña juntos, parecían estar bailando acompasados. Nada se escapaba a su coreografía perfecta de palabras e imágenes encadenadas. Y que era imposible imaginar a uno de los dos trabajando sin el otro.

Continuará…

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