
Pasó aquellos meses de convivencia conmigo apagándose y encendiéndose cuando le daba la gana y dejándome la cara roja cuando lo llevaba al taller, porque nadie supo nunca qué era lo que le pasaba.
Y esas navidades, cuando yo creía que iba a tener que sufrir siempre los cambios hormonales de mi sierra heredado, llegó mi coche. Quedé un poco decepcionada al principio. Esperaba un coche pequeño, un polo, un fiesta...y lo que me habían comprado mis padres era un Mazda 323 verde inglés (esto es, oscuro) con un maletero enorme: me habían regalado un coche de padre. Pero nos conocimos en el concesionario y el idilio cuajó. Desde entonces, hace ya diez inviernos, no nos hemos separado nunca. Siempre le decía lo mismo a mis amigas, que se tronchaban, "Prefiero estar sin novio que sin coche", porque cuando vives a 30 kilometros de Madrid tu vida de estudiante es bastante infernal, dependiendo siempre de los trenes y los buhos, y en mi caso, con ningún amigo que tuviera coche tampoco, la cosa se agravaba.
El coche tiene 180.000 km y funciona como una seda. Nunca ha ido al taller más que para revisiones, nunca me ha dejado tirada, nunca me ha fallado. He recorrido España de arriba a abajo con él- Era el coche oficial de los viajes con mis amigas -aunque fuésemos cinco, nos entraban las maletas de todas-. Hemos atravesado el puerto de El Escudo con niebla, diluviando y con viento, y Despeñaperros nevado. Ha soportado varias mudanzas, quizás la más graciosa, la de mi amiga Raquel cuando dejó su piso de Gran Vía un sábado a las ocho de la mañana: todo el mundo volviendo de fiesta y nosotras cargando el coche tres veces para cruzar Madrid esquivando la vuelta ciclista. He llevado una mesa de comedor con ocho sillas, y dos colchones de 90 a Santander abatiendo los asientos. Cuando trabajaba en Efe, hacía carreras con Loren en los túneles de Rios Rosas y siempre ganábamos mi Mazdita y yo. Me lo han multado hasta la saciedad y cuando era nuevo, me lo rayaron desde el morro hasta el maletero aparcado en la puerta de la universidad (tengo la teoría de que creían que era de un profesor) y la última vez que lo lastimé fue bajando a toda pastilla las plantas del garaje de la empresa, dejándome el lateral contra una columna, un día que llegaba tarde a un acto institucional.
Ahora está un poco viejito y desde principios de año ando dándole vueltas a la idea de cambiarlo. Me da mucha pena, de hecho, hace unos meses decidí conservarlo hasta que dejase de funcionar. Pero, visto lo visto, tengo la impresión de que mi mazda es inmortal y que no voy a matarlo nunca. Así que si decido jubilarlo tendrá que ser porque yo quiera, porque él no parece tener ganas de retirarse de la circulación.
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