sábado, 28 de junio de 2008

El macizo del ascensor

En mi oficina no hay ningún tío potable. Nunca hubo tíos buenos en ninguna de mis clases –ni en el colegio, ni en el instituto, ni en la universidad-. Los macizos nunca o casi nunca han estado en mis entornos cercanos. Me he pasado la vida preguntándome si es que los auténticos buenorros no van a clase, ni trabajan, y creo que esa es la explicación: no, no van a clase, ni a la oficina, se dedican a otras cosas. Desconozco cuales.
Hace cosa de un año, quizás año y medio, descubrí un macizo en el edificio de mi oficina. No es de mi empresa, si no de la empresa con la que compartimos las oficinas. Aparca en la misma planta que yo, pero no cerca de mi plaza, no sé dónde aparca, la verdad. A veces viene en moto –lo sé, porque porta el casco y luce una cazadora de cuero que quita la respiración-. Pese a compartir aparcamiento laboral no lo veo casi nunca. Todos los días de mi vida me encuentro en el ascensor a las becarias de la empresa, que son todas pijísimas e ideales –y eso que ellas no aparcan dentro, si no que vienen desde la calle-, pero al macizo con suerte, sólo lo veo una vez cada seis meses. Tengo mis dudas de que hayamos coincidido en el ascensor más de media docena de veces desde que “nos conocimos”.
El tío está francamente de toma-pan-y-moja-y-ya-si-eso-después-repites. Y suele hablarme y mantenerme la mirada sin apenas pestañear –esto, como sabéis, no sucede muy a menudo, al menos a mí no me sucede-. Yo siempre le sonrío e incluso intercambio palabras con él en el cortísimo trayecto que nos lleva de la planta menos dos a la tercera, donde se baja él, y después hasta la quinta, donde aterrizo yo.
No lo veía por lo menos desde febrero.
El jueves me encontré con él a las seis, saliendo de la oficina. Yo iba con más gente en el ascensor, así que nos saludamos y miramos disimuladamente, pero no hablamos. El ascensor vacío su carga en la planta cero y en la menos uno. Sólo nos quedó una planta para preguntarnos qué tal todo y comentar con complicidad que PODEMOS (muy recurrente, si, qué le vamos a hacer). Justo al llegar a la menos dos, me di cuenta que llevaba su identificación de la oficina colgada y me dispuse a leerla, con mucha curiosidad de saber cómo se llamaba ese monumento.
Yo no lo sabía en ese momento, pero fue una muy mala decisión.
Me cortó todo el rollo por siempre jamás.
El macizo del ascensor se llama Lorenzo.
No podía llamarse Juan, Manuel, David o Javier, como tantos españoles. No. Tenía que llamarse Lorenzo.

Qué remedio, la vida es así, no la he inventado yo.

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