lunes, 14 de julio de 2008

La princesa de los radares

Cuando yo era niña mi padre viajaba mucho por motivos laborales. Eran otros tiempos, y se viajaba en coche mucho más que ahora. Los viajes eran interminables, sobre todo con dos niñas pequeñas y sin aire acondicionado. Los recuerdo especialmente largos cuando vivíamos en Murcia y salíamos de madrugada de viaje, para llegar a Santander a pasar las vacaciones con la familia.
Mi padre siempre iba enseñándonos cosas por la carretera, para que estuviésemos entretenidas: mirad niñas, un toro bravo; mirad niñas, una plantación de algodón; mirad niñas, un molino de viento; mirad niñas, un embalse; mirad niñas, la Catedral de Burgos…
Así aprendimos mucho de la geografía española y de la historia y cultura de nuestra tierra. A diferenciar un valle, de una colina y un cabo de una península. Así aprendimos también que mi padre, que entre que iba conduciendo y que debía estar harto de tanto explicarnos cosas diferentes para que nos estuviéramos calladas, a veces se confundía y nos enseñaba un caballo que en realidad era una cabra o confundía un nido con un poste de la luz. Y empezamos a crecer y a poner caras cuando le pasaba.
Mi padre ya no me enseña vacas cuando vamos por la carretera. Ahora me enseña radares móviles y fijos. Porque mi padre no puede creerse que yo, sangre de su sangre, no me entere cuando me echan una foto por la carretera –y ya os he contado que esto sucede muy a menudo-. No entiende que no sea capaz de distinguir un coche de la policía nacional camuflado en una cuneta, ni de imaginarme que la guardia civil me acecha tras una curva.
Pero esa soy yo, la que no ve un radar ni aunque pase por delante todos las mañanas. Por mucho que le duela a mi padre: no me entero. Tengo muchas virtudes en la vida. Conducir despacio o detectar radares no son dos de ellas.
Por si no tenía poco, ayer me bajó mi hombre en coche hasta la capital, para dar un paseo por el Rastro. Yo estaba encantada, porque me gusta muchísimo que me lleve de copiloto, mirando el paisaje, escuchando música y entrecerrando los ojos por el sol.
Cuando más relajada estaba, a la altura de Alcorcón, muy serio, me dijo: “Princesa, mira, ahí hay un radar fijo, ¿lo ves?, esa caja blanca. Fíjate, que pasas por aquí todos los días”. Me quedé con ganas de decirle que a mí, de toda la vida, me gusta más que me enseñen los nidos de cigüeña, y los monumentos de España. Pero al final no se lo dije, para qué, si ya sé que en esta vida lo que me toca es que los hombres me enseñen los radares.

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