jueves, 24 de julio de 2008

He vuelto al infierno del puente aéreo

Debido a mi ascenso, voy a ir más a Barcelona. Prácticamente todas las semanas.
Barcelona me gusta. De hecho, ya he tenido que caer por allí unas cuantas veces recientemente y siempre me recibe con sol, con reflejos de mar, con algún restaurante apetecible que no conozco.
Pero he vuelto al infierno del puente aéreo.
Recuerdo que cuando lo usé las primeras veces, me parecía un invento fenomenal. 50 minutos de vuelo con más frecuencia que el autobus de línea Las Matas-Madrid.
Pero en seguida me di cuenta que era un espejismo. El puente aéreo nunca sale a la hora que debe, siempre lleva retraso, cuanta más prisa llevas tú, más problemas surgen. Y además, tratan a los pasajeros como a bultos.
El aeropuerto en sí mismo ya se ha convertido en una experiencia traumática: la T4 está más lejos todavía que el resto de terminales del aeropuerto de Barajas, te metes un madrugón, vas corriendo, los pasillos son interminables, no facturas para ir más rápido, así que acarreas la maleta como una mula. Ay de ti como te hayas olvidado de que el neceser hay que facturarlo. Tendrás que desmontar el tetris que es tu maleta en busca de las pinzas o de la lima, objetos de lo más peligrosos en manos de una mujer.
En el arco de seguridad tienes prácticamente que desnudarte y si llevas ordenador, despídete, no tendrás manos para cargar con las dos bandejas en las que has depositado el bolso, la chaqueta, la mochila del ordenador, el ordenador, el cinturón, el reloj, los móviles, las monedillas que llevas en el bolsillo izquierdo, y con algo de suerte los zapatos. Yo siempre pito. Siempre. Cualquier día tendré que pasar el sujetador por el arco, los aros pitan también.
Después de esta maratón, sudada y cansada aunque sean las 5 y media de la mañana, siéntate y espera, porque tu avión saldrá por lo menos media hora tarde. Quizás podrías tomar un café, pero no hay nada abierto a esa hora. Paradójicamente el Zara de la T4 abre antes que las cafeterías, podrías comprarte un traje de chaqueta, con la fresca de la mañana, pero lo piensas mejor, no tienes manos para llevar las bolsas.
Cuando por fin llegas a tu sitio en el avión, que siempre va lleno no importa lo temprano que sea, han reasignado los asientos y estás en la última fina, con ese olor al despegar, que marea. No te llega la prensa y es imposible pegarte una cabezada porque en los tres cuartos de hora largos que dura el trayecto las azafatas pasan lo menos tres veces, haciendo bien de ruido.
El aterrizaje en Barcelona es muy bonito, sobre el mar, con la ciudad de fondo, lástima que siempre voy mareada y con dolor de cabeza. Y que como es de noche, no sé ve nada. Bajas a empujones, con mala suerte tienes que ir en el pequeño autobús hasta la terminal -porque puestos, ¿para qué tener la fortuna de que a tu vuelo le toque finger? - y aun no ha amanecido apenas.
Bien, no tienes que recoger la maleta, porque no la facturaste. Un punto para ti. La cola de los taxis es directamente proporcional a la prisa que tienes o la importancia de la reunión de Barcelona, a la que llegas, por supuesto, tarde, y con la sensación de que son ya las cinco de la tarde y tu cuerpo no puede más.
Cuando te sientas en la sala de reuniones respiras: lo malo es que sólo puedes pensar que tendrás que repetir la experiencia, a la inversa, dirección Madrid, a las nueve o diez de la noche, completamente agotada y que el horizonte de tu cama es muy, muy, muy lejano.

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