martes, 22 de enero de 2008

La importancia de no llamarse Antonio

Cuando era niña siempre pensaba que me enamoraría de alguien con un nombre y un apellido original.
Parece una tontería infantil, pero cuando pasas tu infancia apellidándote Cabeza Llata, el asunto de los apellidos resulta vital. Todo aquel que tenga un apellido poco común, o un nombre que rime sabe bien a qué me refiero.
Pero las cosas que ves claras como una mañana de primavera en tus primeros años, no tienen porqué acercarse ni de lejos a la realidad. Cuántas niñas de mi infancia se veían en sus pensamientos infantiles de enfermeras y maestras y ahora son secretarías de dirección, dependientas o farmacéuticas y cuántos de mis amigos soñaban con ser astronautas y futbolistas y ahora son cualquier otra cosa.
Pues con mis príncipes azules de nombres ilustres pasa más o menos lo mismo.
La primera en la frente, mi primer novio, el del colegio: Javier Martínez. Como era el primero, y yo tenía 13 años, pues no le di mucha importancia –ya era consciente de que habría más, con un poquitito de suerte-. Pero es que después me enamoré de un sevillano, que se llamaba José Antonio. Estuve loca por un Alberto –que no me hizo todo el caso que yo hubiera deseado, pero también cuenta- y salí con un José Manuel. ¿Se puede ser más vulgar y más infiel a mis sueños infantiles?.
Me he pasado la vida casando apellidos, asustada por las historias de un primo de la familia que se apellida Cabeza-Compostizo, y que ganó un concurso de apellidos raros (y con la mala leche, añadiría): González-Cabeza, Rodríguez-Cabeza, Martínez-Cabeza…y no terminaban de gustarme las combinaciones.
Todavía estoy a tiempo de enamorarme locamente de un Eusebio, un Bruno o un Lorenzo.

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