domingo, 23 de marzo de 2008

¿Nada ha cambiado?

Estuve viendo Hijos de su Madre. Además de lo sorprendente que me resultó la obra, porque los actores hacen diez personajes diferentes entre los tres, completamente disparejos entre ellos, y a una velocidad de vértigo, hay un momento de uno de los diálogos el personaje femenino mira desde el pasado a su futuro, que es nuestro presente, y le explica al personaje masculino con el que está hablando, que en el futuro, en el 2008, todo será diferente, que existirán los matrimonios homosexuales, que las madres solteras no serán socialmente juzgadas, y que no habrá discriminación por razón de sexo. Al final del diálogo, explica que esa es la teoría, pero que en el fondo todo sigue igual, a pesar del paso de los años.

Mientras estaba disfrutando la obra, que os recomiendo, porque te absorbe, recordé que hace unos años, cuando mis padres se fueron a vivir a Bolivia, mi madre me llamó perpleja un día, contándome que las mujeres de su círculo (mamás de los compañeros de clase de mis hermanas, vecinas) le habían preguntado si su marido la dejaba salir sola a tomar café, al filo de las cinco de la tarde. Hemos reinventado esta anécdota como una gracia familiar, y cuando yo llamo a mi madre y le digo, por ejemplo, que si me acompaña el sábado por la mañana al mercadillo, ella me dice “Pues voy a preguntarle a mi marido, a ver si me deja”, y conversaciones de este estilo, siempre en tono divertido.

Lo malo es que hemos convertido esto en una gracia, cuando no tiene ni pizca. El otro día, en la peluquería, dos de las empleadas, que tienen 18 y 20 años comentaban como el novio de una de ellas no le dejaba ponerse minifalda ni escote. Hace nada, una amiga me contaba horrorizada que su compañera de trabajo se va a casar con un hombre que no la deja salir de casa sin él. Y no refiero sólo a mujeres, cuántos amigos tengo que para verme tienen que mentir a sus novias celosas, o peor aun, cuántos amigos he dejado de tener por los celos de sus novias.

Hay mil ejemplos, pero yo os voy a contar el de mi compañera de facultad Marina, que se echó el novio más guapo, más pijo, más atento, más educado y con más dinero de nuestro entorno. “Qué suerte ha tenido Marina”, era una de las frases más escuchadas por aquella época, cuando Marina era todavía una joven de 22 años, siempre sonriente, siempre con ganas de marcha, siempre con una conversación amena y siempre con un plan alternativo divertido que poner en marcha.
Terminamos la facultad y Marina fue desapareciendo poco a poco de las reuniones de alumnos, casi sin darnos cuenta, y en sus últimas apariciones ya poco quedaba de la alegría de Marina. Se diluyó sin hacer ruido, siempre ocupada con la familia de su novio, los amigos de su novio, y organizando quehaceres de la casa que compraron juntos. Al poco tiempo se casó convirtiendo a su ideal novio en su perfecto marido. Después de la boda, a la que no fue invitado ningún amigo del círculo de Marina, yo no he vuelto a verla más, y ya han pasado algo más de cinco años.

Una compañera común se encontró a su madre la semana pasada. Marina ha tenido tres hijos en cinco años y su madre no los conoce, más que de lejos, a través de la valla del colegio en horas de patio. Tras la boda, las visitas de su hija al domicilio familiar fueron cada vez a menos, pero la madre no le dio mucha importancia, “estarán ocupados con su nuevo hogar”, pensaba. Comenzó a dársela cuando Marina dejó de contestar al teléfono fijo, y se deshizo de su móvil. Para contactar con ella, siempre tenía que hacerlo a través del perfecto marido. Los niños nacieron en casa, y la abuela tuvo vetada la entrada a ese piso siempre, porque Marina no podía “dedicarle tanto tiempo a sus padres, tenía que estar pendiente de su marido, y de su casa”. Marina no ha trabajado nunca desde que dejamos la Universidad y ya no sale de casa si no es acompañada de su perfecto marido incluso para llevar a los niños al colegio o hacer la compra semanal.

Su madre está casi convencida de que el perfecto marido de Marina la maltrata, pero no puede asegurarlo, porque las pocas veces que consigue hablar con ella, Marina siempre lo niega, y dice que está bien. Lo que más le duele a su madre es que las dos veces que se han cruzado por la calle en el último año, Marina no se ha parado ni dos segundos a hablar con ella, y ni siquiera la ha mirado.

Yo tengo 29 años y la gran suerte de no sentirme presionada por mi familia para casarme, ni para hacer nada que realmente no quiera hacer, pero de forma habitual escucho comentarios más o menos bienintencionados sobre mi edad, y mi situación sentimental, sobre mis posibilidades de procrear. Y escucho, veo, y conozco historias de personas, a mi alrededor, que no pueden contar a su círculo de conocidos, por ejemplo, que son homosexuales, o que están enamorados de una mujer viuda, o que son juzgados por haberse vuelto a enamorar demasiado pronto tras una ruptura, o que pierden sus amistades por entregarse a su pareja, que no ve con buenos ojos esas antiguas relaciones.

Quizás es cierto que nada ha cambiado, y que en el fondo, y a pesar del paso del tiempo, en muchos aspectos y situaciones estamos exactamente igual que en siglos pasados. Qué pena.

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