jueves, 26 de noviembre de 2009

Aquella vez que el móvil se me ahogó en una tormenta

Que amo la lluvia no es ningún secreto. París este otoño está siendo bastante seco. Pero desde que llegué el lunes pasado están arreciando algunas tormentas, y hoy, ha sido un día bastante lluvioso. Además de lluvioso, ha sido un día oscuro -parece mentira, los días nublados en esta ciudad parece que no se hace de día- ventoso y helado. Pasear por la calle no era lo más apetecible del mundo. Aun así, al salir de la oficina, seis y media de la tarde, noche cerrada, he caminado hacia el metro más despacito que de costumbre, sólo porque deseaba sentir las gotas de lluvia en la cara y en el pelo.
Iba con el móvil en la mano, escribiendo mensajes y al ver la pantalla llena de salpicaduras de agua, me he acordado de aquella vez que el móvil se me ahogó en una noche de tormenta: un poco por culpa de un hombre, un poco por mi tonterías de niña.
En esa época yo vivía en Holanda. Fui a pasar una semana de vacaciones a Madrid, en un gris y mojado mes de noviembre. Salí todos los días, vi a todo el mundo, y no desperdicié ni un segundo, ni una cita. Aquel otoño estaba encaprichadísima de él, precisamente después de un verano increíble en el que me dejé querer y precisamente después de que él me dejara, con el corazón roto y la cabeza hecha un lío, aludiendo que lo nuestro había sido una historia pasajera, una historia de verano, y nada más.
Yo no lo entendí, lloré y pataleé y analicé la situación desde todos los puntos de vista: por qué me dió falsas esperanzas, por qué me dijo te quiero, por qué me dejó llorar en un restaurante como a una mojigata paleta...
No encontré la solución. Dejamos de hablar, unas semanas, o unos meses, ya no me acuerdo. Yo dolida por su abandono. Él dolido por mi distancia. Y aquella semana en Madrid, le asedié, le intenté cortejar, quise conseguir que me diese lo que él no estaba dispuesto a darme. Y la última noche antes de volverme a Haarlem, quedamos en un bar que nos encantaba, y que ya no existe, tarde, y si no recuerdo mal, en domingo. Cuando llegué estaba con un amigo. Y ambos tonteaban con dos pivones que también habían caído por el bar, a unas horas ya demenciales, en una noche más que gris, y tormentosa, era una noche desagradable. La noche no estuvo ni bien ni mal. Él estuvo un poco cortante. Y nada cariñoso. Y no quiso acompañarme al coche. Y se quedo con la morena del bar. Y yo salí del bar hecha una furia, bajo el diluvio, con el móvil en la mano para enviarle un sms furioso como yo. Pero bajo aquel aguacero el móvil se estropeó. No pude mandarle el sms -creo- y esa noche casi no dormí. Quizás él sabía que la vida es muy larga y empezó en ese momento a enseñarme alguna de las cosas que me ha enseñado. Quizás yo era tan inmadura que no merecía nada más que aquello para empezar a espabilar.

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