viernes, 29 de febrero de 2008

29


Yo siempre he sido muy de buscarme mis símbolos y le he dado mucha importancia a las fechas, y a las coincidencias. Por ejemplo: el seis es mi número preferido, y bese a un chico por primera vez el día seis de junio –mes seis-. Otro ejemplo, este de casualidades de nombre propio: he compartido piso con tres personas que se llaman Estefanía, Stefano, y Fani.

Este mes de febrero he cumplido los 29, que es un número como raro. No son 30, pero tampoco se perciben ya como los alegres twenties. Mi madre me despertó de buena mañana para decirme “Felicidades, hija mía. Lo malo no es este año, si no el que viene”. Y lo dice de verdad, porque ella no se explica como puede tener una hija de 29 años con lo joven que es. Lo entiendo.

Como buena amante de las fechas simbólicas siempre he dado mucha importancia a los aniversarios de mi nacimiento. Después de toda una vida celebrando mi cumpleaños felizmente con familiares y amigos, cuando cumplí los 28 se acabo la estabilidad fiestera.

Mi pareja, con quién había compartido siete años de relación estable, muchos planes de futuro, y una obra (como todos sabéis solo hay una cosa que te una más que una obra, y es una hipoteca) eligió precisamente mi día, para decirme que no quería vivir conmigo. No había más días en el calendario, no. Hay personas así de oportunas, qué le vamos a hacer. Un minuto antes estaba yo desenvolviendo las toallas para nuestro nicho* de amor que nos habían regalado mis padres, al son de “porque es una chica excelente”, un minuto después estaba yo tan descolocada tras la noticia, que no pude ni enfadarme.

Sin darse cuenta –espero- asoció la fecha de mi cumpleaños, al día que marcó el principio del fin de nuestra relación. Tardamos unos meses más en aclarar la extraña situación, pero para mí, el claro clarísimo principio del fin estará para siempre unido a mi 28 cumpleaños.

Por eso los 29 son un poco más raros todavía. Alguien a quién aprecio me dijo que lo peor tras una ruptura es el primer año. Así me lo explicó: “El primer cumpleaños sin, la primera Navidad sin, las primeras vacaciones sin, la primera boda sin”, pero me aseguró que después las fechas especiales van perdiendo fuerza.

Y además, por aquello de asociar, me dio por pensar que a los 9 hice la primera comunión, tuve mi primer ordenador, conservo mis primeros relatos escritos del susodicho aparato…y que a los 19 empecé la carrera, tuve mi primer trabajo, me enamoré perdidamente y sufrí un intensísimo amor imposible…vamos, que por precedentes, mis 9 años, y mis 19 años, se lo han puesto más que difícil a mis 29 años. La buena noticia es que los tengo recién cumplidos, veremos que me deparan.
*Obsérvese la diferencia entre nido y nicho

lunes, 25 de febrero de 2008

No soporto el impersonal

Sé que existe la forma verbal impersonal pero no la soporto. A menos que no exista el sujeto, como reza la definición. Porque cuando lo que sucede es que el sujeto se omite suele venir acompañado de un marrón.
Desde mi punto de vista decir: “Llueve a cántaros” está bien. Porque llueve y llueve, no hay sujeto que valga.
Decir, sin embargo, “Se harán cambios en el documento” no está nada bien. Porque el documento no realizará los cambios sólo, y habrá un sujeto que, quiera o no quiera, acabará por hacer los cambios en el documento. Generalmente este sujeto se conoce como proactivo, con iniciativa, toma-riendas o come-marrones.
Lo explico. Tengo una amiga que dice que las personas con iniciativa son toma-riendas, y los toma-riendas no utilizan jamás el impersonal, razón por la que toma-riendas, aunque duele, es un sinónimo de come-marrones. Yo no sé si soy toma-riendas, pero por norma no utilizo nunca las oraciones impersonales. Mejor no me pregunto si también soy una come-marrones, y dejo este interrogante a la imaginación del lector.
En mi vida profesional lo llevo mal, pero si es en la personal, es que lo llevo mucho, pero muchísimo peor. Ejemplos prácticos simples:
“Hay que hacer la compra” – Si, pero ¿quién la hace?.
“¿Aquí no se saca la basura?” – Mmmm, si esperamos a que salga sola al contenedor, podemos hacernos viejos.
“Esta crisis se superará” - ¿Cómo?. ¿Tienes pensado hacer algo para que se supere o mejor la dejamos que se supere sola?. ¿Y si rompemos ya, y nos dejamos de tonterías?.
El impersonal me escuece especialmente cuando estamos hablando de ejemplos del tipo 3, es decir de relaciones:
- A las 21.05h, a través del móvil y en la puerta del restaurante: Cariño, ¿se ha hecho la reserva para la cena?.
- La noche antes de una importante reunión, pensando en el traje negro: Hija ¿se ha recogido la ropa del tinte?.
- A las 7.35h de la mañana, con los ojos semicerrados, en la puerta de la cocina: Nena, ¿se ha hecho el café?.
Para rematar, en el último momento:
- Se ha hecho todo lo que se ha podido pero al final no se ha logrado arreglar nuestra relación. Ejem.

Lo más gracioso de todo es que la Wikipedia apoya mi tesis: "Las impersonales suelen poseer un valor referencial equivalente al de ‘cualquiera menos yo’, es decir, exclusivo, ya que su empleo prototípico se halla en enunciados genéricos."*




En sintaxis, se entiende por oración impersonal aquella que ni tiene ni puede tener sujeto sintáctico; esto es:
a) ningún elemento de los que están presentes, explícitos, en la oración puede ser sujeto;
b) no se le puede suponer tampoco un sujeto implícito (= omitido, elíptico, elidido, tácito).
Por ejemplo: en la oración en esta casa se come mal, (1º) de entrada, ni el sintagma preposicional en esta casa, ni el adverbio mal, ni la palabra se pueden ser sujetos de la misma; (2º) no obstante, podría ocurrir que tuviese un sujeto implícito; pero, si se le añade, se puede ver que tampoco lo acepta: *en esta casa el / ella se come mal. En conclusión, se puede decir que es una oración impersonal.
La impersonalidad sintáctica debe distinguirse de la impersonalidad semántica; en una oración como pronto se conocerán las noticias es fácil observar la presencia de un sujeto gramatical o sintáctico, esto es, un sintagma o palabra que concuerda en número con el verbo: si el verbo fuese se conocerá, el sujeto tendría que ser la noticia. En este sentido, se trata de una oración no-impersonal. Sin embargo, desde el punto de vista semántico, se trata de una oración impersonal por cuanto no contiene ningún sujeto en el sentido de ‘agente de la acción’, esto es, no se señala ‘quién / quiénes’ conocerán esas noticias.
Tipos de oraciones impersonales [editar]las formadas con verbos meteorológicos y de fenómenos naturales: llover, tronar, relampaguear, escampar, granizar, nevar, atardecer, anochecer, amanecer... Obviamente, los usos metafóricos de estos verbos anulan la impersonalidad: le llovieron un montón de críticas (donde el sujeto sería un montón de críticas).
- las formadas con el verbo haber en cualquiera de las formas de su conjugación: había muchas personas en el estadio; hay niños en la carretera.
- las formadas con el verbo hacer y una referencia de tipo climatológica o temporal: hace frío; hace veinte años que no te veo; hizo mucho viento.
- oraciones del tipo de basta con eso; sobra con mil pesetas.
- las formadas con el verbo ser con un valor temporal: es tarde, es de día.
- oraciones con infinitivo con sujeto tácito no referencial.
- oraciones con verbo en primera persona de plural y segunda persona de singular con lectura genérica…
- oraciones copulativas del tipo de es de día; parece que llueve; está nublado...
- Con se [editar]En las oraciones impersonales formadas con se (que, en este caso, se interpreta como un morfema o marca verbal que indica ‘impersonalidad’ y, por lo tanto, no desempeña ninguna función sintáctica), el verbo se sitúa en tercera persona y se refiere a un participante con rasgos ‘humano’ e ‘indefinido’, aunque no necesariamente tenga el valor de ‘agente’: se vive bien en Buenos Aires; aquí se trabaja mal; se tratará de política en la próxima reunión; aquí se cena siempre a las ocho.
Desde el punto de vista sintáctico, el se es una forma que ocupa el lugar del participante humano que, en caso de aparecer, se comportaría como sujeto; por tanto, la forma se suplanta al sujeto, inhibe, impide su aparición; es decir, resulta un marcador o índice de impersonalidad sintáctica.
*Las impersonales con se suelen poseer un valor referencial equivalente al de ‘cualquiera menos yo’, es decir, exclusivo, ya que su empleo prototípico se halla en enunciados genéricos.
Sin embargo, en algunos contextos es posible que la forma se englobe al emisor; esta opción se ve favorecida por la asociación referencial con otros mecanismos de impersonalidad que faciliten el valor inclusivo y, también, por la aparición de una predicativo en la construcción.
Los verbos copulativos pueden también formar oraciones impersonales con se. Son aquellas en las que se predican propiedades de un argumento humano inespecificado, presentadas como circunstancias posibles o eventualidades que condicionan la interpretación del estado de cosas como genérico: no se puede ser tan bueno.
Aunque es infrecuente, el se impersonal también puede aparecer en oraciones con verbos en voz pasiva: cuando se es ofendido impunemente, se vive con rencor.

lunes, 18 de febrero de 2008

Hasta las cosas que me gustan pueden resultar odiosas

Uno de mis momentos favoritos de la vida, es estar tumbada en la cama, con la única luminosidad de los pequeños rayitos que deja entrar la persiana, medio-dormida, medio-despierta, escuchando llover. Porque soy de las pocas personas que adora los días de lluvia, como suenan, sus colores, y sus aromas.

El lunes estaba disfrutando de uno de esos momentos cuando sonó el despertador. Llevo fatal madrugar, pero no me queda otra. A pesar del madrugón, me puse contenta, “lunes, lloviendo, y tengo que llevar el coche al taller”. Y salí de casa como unas castañuelas camino del polígono.

Me gusta llevar el coche al taller yo misma, aunque sigo sin enterarme de muchas cosas de las que me dicen y aunque los mecánicos siempre me hablen como si fuera tonta. No me importa.

Una vez allí, aparqué el coche e hice algo que no suelo hacer nunca: correr. Porque vi que estaban abriendo y quería llegar al taller la primera, y esperar menos tiempo. No llevaba recorridos ni 50 metros cuando me resbalé con una de las rayas blancas del suelo y me caí… primero de rodillas, y después de culo. A primera vista, todo el pantalón embarrado. A segunda vista, tres mecánicos de menos de 25 años muertos de risa, porque la caída, desde fuera, debió ser de lo más cómica.

“Bueno” me dije tras recomponer mi herido orgullo “por lo menos he llegado la primera al taller”. Eran las 8.30h.

No recuperé el coche hasta las 15.00h, y durante esas horas continúe en el polígono, sin poder salir de allí de ninguna forma, con el trabajo acumulándose en mi mesa de la oficina, bajo la lluvia y sobre los charcos. Cuatro cafés en el cuerpo.

Madrid se pone imposible cuando llueve, y no suele importarme, pero me costó un montón cruzar la ciudad, y llegar a la oficina. Así que, cuando a las 20.00h me dispuse a volver a casa, y vi que solamente chispeaba, me dije “Mmmm, pues voy a caminar hasta casa, un poco de aire me irá bien, y no pasaré dos horas en el atasco”. Como no llovía apenas, me puse el chubasquero, pero no cogí el paraguas. Por supuesto, a los 10 minutos de estar andando por la acera, estaba diluviando. Llegué a mi piso una hora después, completamente empapada y dos días después estaba con fiebre en la cama.

Mis amigos siempre se quejan de lo mucho que me gusta la lluvia, y lo contenta que me pone. Ya me imagino sus caras: “Para que luego digas que te encanta la lluvia. Pues toma lluvia”.

domingo, 10 de febrero de 2008

La vida no tiene carné por puntos (menos mal)

Calculo que me deben quedar menos de seis puntos del carné de conducir, pero es que no quiero ni saberlo, en la incertidumbre vivo mejor. Desde que salió el nuevo carné por puntos, estoy siempre aterrada de que me quiten alguno más, y quedarme sin coche, que en mi caso equivale a quedarme sin libertad, después de diez años de una intensa relación con él.
Siempre me los quitan por velocidad. No por saltarme un semáforo, aparcar mal, o hacer un giro indebido. No. Por velocidad, única y exclusivamente, porque siempre voy rozando el límite -por arriba-.
Desde que aprobé con 19 años me viene pasando lo mismo. Voy demasiado deprisa.
Esto se contradice con mi forma de ser en el resto de ámbitos de mi vida, en los que siempre he ido poco a poco, haciendo lo que hay que hacer, en el momento que se consideraba correcto hacerlo, y esto se circunscribe a lo laboral, a lo estudiantil, y a lo personal.
Después de que mi infancia y adolescencia transcurriesen de modo natural y a su debido tiempo, según los cálculos de mi propio padre: a los 18 empecé la primera carrera; a los 19 hice mis primeras prácticas; a los 22 acabé Periodismo, que coincidió con mi primer trabajo. A los 23 empecé la segunda carrera, Publicidad. Me fui de Erasmus. Compartí piso en una residencia de estudiantes, primero con un italiano, después con una finlandesa, y tras dos contratos basura, a los 25 me firmé el primero indefinido, para a los 26 independizarme, marchándome de alquiler a compartir piso con una amiga.
El siguiente paso era irme a vivir con mi novio, con el que llevaba saliendo siete años, a los 28. Pero este semáforo me lo salté sin querer, y las velocidades de esta vida mía, se descolocaron.

La cosa fue más o menos así:

“Toma la llave”. Me tendió un manojo de tres, con una chapita azul que tenía grabado un número. Hay tres, le dije. “Si, la del garaje, la del portal y la de casa”. Me quedé mirando las llaves con cara de pasmo. La noche anterior me había anunciado que me iba a dar la llave del garaje, “para no tener que bajar a abrirte cada vez que te marchas por la mañana antes que yo, que una cosa es el amor, y la otra, bajar a abrirte en pijama a las siete de la mañana con cero grados”. Yo bromee con la idea de que eso era lo más comprometido que nadie había hecho por mí nunca, darme las llaves de su garaje. 24 horas después con las tres llaves en la mano, no supe muy bien si hacer un chiste, o si echarme en sus brazos. Hace unos seis meses que salimos juntos y me ha dado las llaves de su casa. La vida me sorprende cada día por su imprevisión. Opté por meter las tres llaves en el bolso y no decir nada.
Después le pregunté “¿Qué hago con las otras dos llaves?, ¿Me las quedo?”, y él me respondió “Quédatelas, son para ti. Y que viva la velocidad”.


De existir un carné por puntos de la vida, he perdido por lo menos ocho de golpe, pero soy muy feliz.

martes, 5 de febrero de 2008

Me encanta el tinto de verano

Me encanta el tinto de verano, el de beber, y los que escribía Elvira Lindo en El País en verano, y que después fueron editados como libros (que os recomiendo mucho, mucho, muchísimo). En uno de ellos contaba que a ella no le gusta pasear por el campo, porque le da yuyu que le salga un perro, y además, no hay escaparates.
A mí me pasa un poco lo mismo, que el campo me gusta para verlo por la ventana, y admirar el paisaje, me encantan las huertas, y las casas de pueblo –y tomarme un tinto con refresco de limón sentada en el porche de la casa de pueblo, por supuesto-, pero creo que no me acostumbraría a estar en el campo siempre, son demasiados años viviendo en ciudades.
Para un fin de semana, o un puente, irse al pueblo está genial y a mí me relaja. Por eso, mi hermana y mi prima se animaron a que nos fuésemos a celebrar mi cumpleaños por adelantado a un pueblo de Palencia, que se llama Vallespinoso de Aguilar y que por no tener no tiene ni cobertura de móvil. Parece mentira, pero hacía mucho tiempo que no estaba “incomunicada” un fin de semana entero.
El pueblo tenía como siete casas en total. Y una ermita románica muy bien conservada, como único atractivo del pueblo. Ni la clásica tienda de ultramarinos que yo recordaba que tiene todo pueblo, ni un triste bar donde ir a echar la partida, ni gente por la calle.
Eso sí, perros había un montón y antenas parabólicas más que casas. Los pocos habitantes que quedan en la aldea está claro que tienen tantos canales de televisión como perros guardianes, por muy paradójico que esto pueda resultar. ¿Será para que no les roben la señal?.
Creo que lo que más me gustó, además del olor a chimenea impregnado en la casa, fue volver a escuchar, tantos años después el sonido de un arroyo. Desde pequeña que no oía ese tintineo del agua, chocando con las piedras, y deslizándose por el pequeño caudal. Me dio pena pensar que debe haber niños y adolescentes que nunca habrán escuchado como suena un riachuelo. Me propuse, si tengo hijos algún día, llevarles a pueblos donde puedan disfrutar del sonido del viento, del agua, de la tierra, y del mismo campo…

sábado, 2 de febrero de 2008

El móvil lo inventó una madre

Sólo hay tres situaciones en la vida en las que apago el móvil, siendo como soy una adicta al aparatito.
La primera es en la piscina cubierta. Traté de llevarlo un día, pero no causó buena imagen, y corre peligro de mojarse, así que ahora lo dejo apagado en la taquilla.
La segunda, en el avión. Esto es por obligación. Todos hemos experimentado lo entretenido que es ir hablando en un trayecto en tren, o en autobús, así que en el avión sería una distracción estupenda, pero no se puede. En cuanto te montas, y cierran las puertas, viene la señorita azafata (actualmente conocida como auxiliar de vuelo) y o lo apagas o te echa del vuelo. Generalmente, para hacerte más pressing, es antipática, así que lo apago.
La tercera, cuando me estoy cortando el pelo, haciendo una limpieza de cutis o dándome un masaje. Especialmente esto último. Me relajo en muy pocas ocasiones y cuando la relajación me cuesta 48 euros la hora necesito que sea total: esto implica, sin acceso al móvil.
Por lo demás, no lo apago en las reuniones, ni en el cine, ni durante las comidas, ni para dormir. Nunca.
Hace tiempo que tengo claro que el móvil, al que estoy enganchada como otros muchos humanos, lo inventó una madre. La misma que podría aparecer en la discoteca light a las 22.45h. para ver qué tal te había ido la noche -"Pero mamá, no habíamos quedado a las 23.00h. en el Ayuntamiento"-.
La misma madre que podía llamarte a cualquier hora del día -o de la noche- a casa de tu amiga María del Pilar para preguntarte si te habían tomado el jarabe de las lombrices. La misma que atravesaba el patio del colegio dando voces porque "Hija, que cabeza, te has dejado las galletas de fibra en casa, y si no las meriendas, ya sabes, luego te desmayas en la clase de kárate y pasas toda la semana estreñida".
Esa madre, en conjunción con otras tantas del mundo -sin importar época o nacionacionalidad, porque una madre es una madre aquí y en Lima- es la ideadora del teléfono móvil.
Un aparatito de reducidas dimensiones que no sólo cabe en cualquier bolsillo, si no que además, "mola". Y lo más importante permito localizarte allá dónde estés, sea la hora que sea, y sin escapatoria. Porque ya no cuela que tu amiga Maria Pilar le diga que estás en el baño y que no te puedes poner.
Yo, como casi todo el mundo, tengo una de esas, una madre. La mía, al tercer día de no saber nada de mí, funde el móvil de tanto llamarme.
Si por casualidad coincide con alguna de las situaciones anteriormente descritas y mi teléfono está apagado o fuera de cobertura, entra en pánico.
Así que ayer cuando estaba en la camilla disfrutando de una limpieza de cutis de a 30 euros la hora, no me extrañó nada que entrase la peluquera, con cara de guasa, a interrumpir mi relax.
"Cris, que ha llamado tu madre, que no te quiere molestar en el móvil, que lo tendrás apagado, dice, pero que te quería recordar que llames a tu abuela".
El resto del tratamiento ya lo pasé dándole vueltas a la cabeza.
Cualquier día en mitad del puente aéreo, el simpático sobrecargo dirá por los altavoces: "Cristina, que ha llamado tu madre, que no te quiere molestar en el móvil, pero que la llames y le digas si esta noche quieres cenar judías verdes o sopa".